Hace tan solo unos días conocíamos la noticia del fallecimiento de una mujer en Algeciras y del periplo que tuvo que hacer su familia para darle entierro, rastreando por toda la península hasta acabar en tierras de otro continente, Ceuta. Y es que, al tratarse de musulmanes, parece que no es suficiente el dolor que le rompe a uno cuando se va un ser querido como para tener que andar de trotamundos buscando a la desesperada una tierra que acoja su cuerpo ya inerte.
Saber que contaremos con su presencia en el vivo recuerdo que perdura en nuestro corazón y el consuelo de visitarlo en su tumba es lo que reconforta nuestras almas, mas no para todos es posible. El “no hay sitio”, “somos aconfesionales” o “aquí no”, retumban como un yunque frío en nuestro interior hundiéndonos en el desconsuelo, ahondando la tristeza y quebrando nuestra dignidad.
Las absurdas respuestas con que nos topamos a diario hieren, maltratan y ultrajan nuestro pesar, obligándonos a aparcar nuestra fase de duelo para emprender una búsqueda incierta y a la intemperie que acrecienta aún más nuestro dolor. No podemos siquiera llorar a nuestros difuntos en un entierro digno, sencillo y cercano. Pedir a Allah que se apiade de él y lo acoja en su rahma tendrá que esperar. Nuestros muertos no son una prioridad.
En España se cuentan más los cementerios para mascotas domésticas que el número de metros cuadrados en el que poder inhumar a difuntos musulmanes: perros, gatos, gorriones, loros, serpientes y un sinfín de pequeños compañeros descansan sobre el lecho terrestre con más facilidad y dignidad que nuestros hijos fallecidos.
Que las administraciones nos nieguen y nuestras federaciones acepten su incompetencia quedándose de brazos cruzados es una vergüenza que nos abochorna día a día. Entre el “me molestas” y el “no podemos hacer nada por ti, hermano”, nos retrotrae a tiempos pasados en el que se nos expulsaba de la tierra en la que vivíamos.
Importar sólo para aquellos que hacen caja con las repatriaciones y cobran incluso por certificar la condición de musulmán difunto evidencia la degradación moral a la que hemos descendido. Treinta y cinco suman los espacios donde podemos enterrarnos como Dios manda; bajo tierra que no en tierra, orientados hacia el oriente que no donde está la quibla, y atrapados en un ataúd, que no devueltos libres a la tierra.
¿Cuándo nos sacudiremos el “no nos dejan”, el aceptar limosnas como favores y vender tan barata nuestra dignidad? Debemos reclamar enterrarnos en nuestras ciudades, pueblos y aldeas como vecinos que somos; en tierra, envueltos en sudario y descansando hacia la quibla. Algunos responden sin decoro que no nos moriremos todos a la vez, como si tuviéramos que pedir cita previa, reservar y planificar con antelación, nuestra fecha de defunción.
¿Dónde están los que dicen nos representan? ¿Dónde sus voces que no se les oye? ¿Acaso predican en el desierto? O es que ¿también están esperando a que nos muramos todos?
¿Dónde están sus servicios jurídicos que demanden a los ayuntamientos que reniegan de sus vecinos, tanto vivos como muertos? ¿Dónde sus campañas de información, impresos de solicitud y abogados ofrecidos por la CIE? ¿Hasta cuándo vamos a mendigar una tierra que nos acoja, que acepte nuestros cuerpos y albergue una espera en paz? La Ley 26/1992 del acuerdo con la CIE trae reminiscencias de 1492 pues ahora, en su versión actualizada, se nos expulsa muertos.
Y es que, a estas alturas, mientras otros empotronan sus traseros en los impúdicos sillones de la interlocución, los musulmanes en España continuamos sin tener donde caernos muertos.